Adiós a papá,
Son casi las 2 de la mañana, el día ha sido de lo más bravo, los lunes suelen ser así, pero por más que doy de giros en la cama, no concilio el sueño, espero que tras calmar la conciencia colgando esta entrega, pueda dormir calmadamente.
Jaime tuvo en su padre a un amigo complejo, fue al comienzo el peor de sus compañeros de vivienda, pese a ser Jaime quien usurpaba, en su rol de hijo, el dominio paterno, para convertirse con el tiempo en su mejor amigo, en su protegido, amándolo hasta estos días, cuando aun lo llora gratamente, porque la vida le permitió haberlo tenido.
De niño en casa fue mamá quien solapó sus travesuras, su timidez, su delicado gusto, los golpes y demás feas historias escolares, su padre ausente por trabajo, o en negación a lo más obvio. Jaime no era el varoncito ideal, odiaba el futbol, no participaba en las disciplinas deportivas del colegio, no iba a las fiestas, no tenía amigos y mucho menos amigas, la adolescencia se la pasó encerrado, escuchando una música diferente, con un estilo algo oscuro de ser, de vestir, de enfrentar las cosas. En casa resolvía los conflictos de modo simple, nunca discutía, solo cedía en silencio y se retiraba a su habitación, su reino.
Mamá siempre estaba ahí consolando, dando explicaciones tontas a la conducta de papá, enjugando las lágrimas calladas de su hijo, su único hijo, lágrimas que invadieron el alma de Jaime cuando tuvo que ver partir a mamá tras una triste enfermedad, acaba de concluir la universidad, sabiendo que jamás se dedicaría a esa ingeniería estudiada a la fuerza, concentrado en sus trazados y pinturas. En silencio, acompañó a su madre en su padecer, toleró a su padre en sus frustraciones y finalmente la dejó ir sin resentimiento, como que esa parte de la vida que llegó antes de lo previsto, pero que estaba escrito se sucedería así, papá cambió desde ese día.
Empezó a observar a Jaime, le hacía preguntas breves, su jubilación le daba tiempo y espacio para invadir al hijo, no criticaba lo obvio, ni a sus amigos amanerados, ni esos detalles del atuendo que lo delataban gay, lo oía llegar tarde a casa para poder recién conciliar su sueño, sin reclamarle siquiera, le preguntaba reiteradamente si era feliz, transmitiendo el temor que sentía por aquello que tendría que enfrentar su hijo, por ser diferente.
Jaime cambió, creo que creció. A sus treinta estaba en casa, tranquilo, montaba algunas exposiciones en galerías pequeñas, y alguna venta le permitía comodidad por varias semanas, su padre se convirtió en su amigo, lo escuchaba entusiasmado contarle sus éxitos, o las anécdotas de su cotidiano actuar, de a quién había conocido, o del cómo lo recibieron en la academia donde en enseñaba arte, o de lo gay que resultaba ser su jefe, se mofaba diciéndole : papá, ese es más loca que yo, y parece no darse cuenta. Su padre lo miraba con brillo en los ojos, su corazón latía con un orgullo peculiar.
Los últimos años, los veía regresar a casa por las tardes, aquel hombre fuerte y altivo, convertido en un anciano encorvado, calvo y de débil paso, pero protegido por la seguridad de quien lo lleva del brazo, de su hijo Jaime, el artista, su orgullo, aquel a quien por suerte la vida le permitió conocer, y amar de verdad, a quien no tiene nada que reprochar, de quien solo podría decir palabras cálidas y de gratitud, quien lo acompañó hasta esos últimos días de extrema dependencia, de pañal, papilla y desmemoria, de amor y mucho más, de todo aquello que es difícil de explicar pero que existe, y que es igual, para cualquier hijo para con su padre, y que si muchos padres entendieran, no se perderían, de esa oportunidad de ser queridos y querer a un hijo gay, como lo fue Jaime y como muchos otros miles que no tienen esa oportunidad.