Para comenzar de nuevo
XX
Desde que fue consciente de sí mismo, Jano fue claro en las cosas que quería y hacía, no se callaba cuando quería opinar y rara vez se disculpaba al transgredir alguna pauta acordada o de uso común. Había programado su vida con fines, pero sin medios, lo que Dios provea en el camino debería ser acomodado a lo que el albedrío había fijado. Las metas de Jano eran simples: solo buscaría calma y felicidad.
Las cosas no le fueron simples, ya hemos hablado mucho de eso. Él se convenció de que sería un reto desde que a los 7 años perdió la exclusividad doméstica para ser el hermano mayor. Él lo aceptó hidalgamente: en su mente infantil se repetía “ahora le toca a él, yo ya abusé de ellos (sus padres) más de 7 años”. Así, tras ese traspié, predominaron en su rostro las sonrisas a los sinsabores, y pese a lo que su sexualidad le había deparado, él se consideraba feliz, solo que en esos momentos, la distancia de casa no lo dejaba tranquilo.
Esa mañana el sol abrumaba; Jano vistió un pantalón delgado blanco, un polo holgado y zapatillas de lona, gafas de sol, una mochila con un suéter y algunos efectos de aseo, y enrumbó al terminal de buses; compró un boleto a Trujillo, y, sonriente, subió al bus. La ruta la hizo apreciando detalles del paisaje y tarareando esas canciones cumbiosas que el chofer había dispuesto para el público pasajero. Se había propuesto no preocuparse en la ruta, ya esas preocupaciones llegarían cerca a casa o en ella, para qué iniciar tan pronto el tormento.
La compañía de buses lo dejó cerca a casa, así que decidió caminar a ella. Ya cerca , se quitó las gafas y alisó el cabello, que hasta ese momento estaba erizado, con la ayuda de algo de gel. Aminoró el paso, y empezó a hacerse mil preguntas: ¿qué pasa si no quiere verme? ¿Si se nos va de las manos? ¿Si me prohíbe ver a mamá o a mi hermano? ¿O Si me golpea?
Una vez, de adolescente, Jano le había contado a su papá que tenía temor de invitar a una niña a bailar durante las fiestas del barrio, le daba vergüenza, y no sabía cómo enfrentar la situación. Su padre, muy práctico, le había dicho: ¿qué es lo peor que podría pasar, hijo? Y Jano había respondido: que no quiera bailar. ¿Y eso duele o causa daño? No papá. Entonces ve y busca lo mejor que pueda pasar; ya que sabes que lo peor no te hará nada. Jano nunca dejó de intentar las cosas sin analizarlas desde esa perspectiva, y se dio cuenta de que sin intento no hay victoria, eso le dio ánimo para tocar el timbre de casa y esperar para ver qué pasaría ese día, lo peor ya había pasado meses atrás.
Mamá abrió la puerta, y sin decir palabras, lo abrazó fuertemente mientras sollozaba. Su hermano vio la escena y no pudo dejar de conmoverse. Su padre se encontraba en el patio trasero, regaba el jardín. Jano pidió que lo dejaran ir a solas con él, su mamá aceptó en silencio, no muy convencida.
Jano entró en silencio, y a dos pasos de su padre, le cogió el hombro y le dijo: ¿Papá, cómo estás? El hombre se sorprendió, volteó a verlo, y de primera intención, le regaló una sonrisa, como que esa visita inesperada iluminaba su corazón. Pronto el gesto cambió y se tornó indiferente, obviamente forzado. Jano tomó confianza e intentó acercarse y darle un abrazo; su padre fue receptivo, pero no cómplice, aunque Jano notó su taquicardia y el aumento de su respiración, así que lo abrazó como cuando niño, lo apretó contra él, esta vez no para sentirse protegido, si no para decirle que lo amaba, y su padre respondió al abrazo. Sollozando, sin decir palabras, ambos hombres se fundieron en un pendiente de meses que no hubiese tenido mejor salida que el silencio y las emociones expresadas del modo más sincero. Te amo, mi hijo. Y yo a ti papá. La madre de Jano se unió al momento y pareció que Jano volvía a tener 7 años, a tener la exclusividad de ellos dos.
Nunca se habló del tema. Jano era el hijo arquitecto, socio de una gran empresa en Lima, alardeaba el padre; su mamá mostraba orgullosa los presentes que le hacía su hijo, y comentaba con énfasis los lugares a los que él viajaba; su hermano, más entendido, lo interrogaba en doble sentido, pero con el afecto de fondo que provee la tolerancia y el respeto a las opciones y al reconocimiento al amor que sentía por ese hombre tan parecido a él y al mismo tiempo tan distinto. Jano consiguió la tranquilidad que necesitaba, su pedido vital era fácil, felicidad y calma, y hoy la mayoría de las veces, las tiene.
Cuando lo conocí me impacto su actitud: muy resuelto y seguro al mismo tiempo, pero lleno de dudas y respuestas propias, de conversación fluida, de encantador sentido del humor y perfecta complicidad, de posiciones serias y responsables con los demás, de generosidad extrema y vida simple. Su madre, una mujer delicada y de pocas palabras, supe después que no necesitaba decir mucho para hacerse entender y mostrar lo que sentía. Su padre, que jamás le creyó a su esposa que yo podía sentir por los hombres lo mismo que sentía su hijo, ya que decía que mi apretón de manos era el de un “macho”, sonrió en más de una ocasión cuando vio a Jano con su novio en un almuerzo del club hace ya un año (novio al que siempre llamó sobrino), y su hermano, loco descubridor de opciones sexuales diversas en un grupo de heterosexuales más extremos que él mismo.
Todas las similitudes más disfuncionales fusionadas en una familia típica, perfecta, como la tuya o como la mía, o al menos como aquella que quisiéramos tener, o aquella que envidiamos en el vecino. Hoy repito convencido lo que me dijo este amigo del que he narrado: “No está mal ser gay, lo malo es no ser feliz, o tener calma”.
Con El Afecto que tú me mereces...FinCarlosD