Dos de a 15
De camino por una de esas pequeñas callecitas miraflorinas,
buscando un lugar tranquilo donde comer y leer un poco, me detuve frente a un
restaurante de comida italiana por el mero detalle de haber observado en una de
sus mesas exteriores a dos jóvenes mirándose fijamente mientras comían pasta. Su sonrisa me
llamó la atención, ya que sin palabras de por medio, era robada por tan
solo la compañía de él uno con él otro.
Entré y me ubiqué en una mesa interior con plena vista a los
exteriores, a ellos exactamente, había dos vasos con coca cola, algo de pan al
ajo, y un plato de lasagna y otro de canelones, ambos compartidos. En una silla
de esa mesa había unos cuadernos amontonados y
una mochila. Tendrían 15 años, a ojo de médico, y lucían de esa edad.
Ambos excesivamente delgados, uno de
ellos muy alto como de 1,80 un poco encorvado denotando que la musculatura de
su espalda aun no ha sido reforzada para poder erguir su cuerpo y
exponerlo imponente por su talla y
atractivo, sus cabellos lacios sobre el
rostro, las cejas gruesas y las pestañas largas y pobladas, sus manos blancas
de dedos largos, hablaban al ritmo de su voz, expresando todo lo que las
palabras querían decir durante la conversación.
El otro miraba atento, más bajo y corpulento, de pelos rubios
y ensortijados, desordenados por el viento, pero así lucían perfectos, de
facciones finas y gestos delicados, escuchaba atento, con las manos sobre sus
muslos, como tratando de disimular alguna íntima emoción despertada por la
charla, reían contagiosamente.
Me dediqué a observar, parecían contarse la vida, decían
poco y arrancaban en risas, miraban de reojo para poder tocarse bajo la mesa,
las manos de uno apretaban el pie del otro que mantenía la pierna cruzada, el
afecto los sorprendió en una mesa sin
mantel, nadie miraba, solo yo.
Tras dejar la mesa vacía, ambos metieron sus manos al
bolsillo, escarbaron por monedas,
contaron una y otra, hicieron el total calculado, llamaron a la niña que los
atendía, pagaron, antes de ponerse de pie, el travieso acaricio el pie del
otro, y exploró hasta media pierna, el otro se sonrojó y se incorporó
rápidamente reprochándolo con la mirada, el otro solo reía y se ponía de pie al
mismo tiempo, uno cogió los cuadernos y la mochila y el otro lo abrazó sobre
los hombros mientras salían contentos de su cita sabatina, la cena, la bebida,
la buena conversa y la compañía deseada.
A sus quince, eran
ellos, en una lima que ha dejado de ser quejumbrosa, que se permite
morbosamente estos deslices, que ya no son deslices sino vida, que ha crecido
como lo ha hecho su gente, que no se reclama más que calma, y que proyecta paz
para quienes antes hubieran sido castrados emocionalmente, por solamente ser
ellos mismos compartiendo con otros iguales a ellos y distintos al resto.
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