De añoranza.
Conocí a Roberto a sus 74 años, hoy tiene más de 90 y aún oímos de él en casa, resultó ser un tío por el lado paterno, y lo conocí cuando visitó a la familia para hacer algunas consultas acerca de algunas propiedades que quería vender, Víctor, acababa de Morir.
Roberto nació en una familia muy acomodada, su padre incluso ocupó un cargo político muy importante en aquella época, al concluir el colegio, fue papá quien le propuso continuar la formación universitaria fuera del país, Roberto era un tipo delgado, pálido, de facciones finas, dedos largos, pelo negro, lacio, labios inexistentes, mirada profunda, callado o de mínimas palabras, de andar letárgico, de tardes leyendo y escuchando música, usualmente solo.
La propuesta de papá fue aceptada sin murmuración porque pareció una orden, ese año, y a sus recientes 18, enrumbó a Buenos Aires, donde estudió ingeniería civil.
En la facultad conoció a Víctor, un estudiante peruano también, de familia adinerada, muy político y por tal, conocido en los pasillos de la Universidad, se vieron y se reconocieron inmediatamente, esa relación inició en silencio y continuó haciéndose destellante los 6 años siguientes, años en que Víctor acompañó a Roberto, incluso en los 2 últimos de carreta, habiendo él concluido ya la suya, se dedicó al trabajó y al ahorró.
Al cabo del tiempo, ambos regresaron a esa Lima conservadora, y pese a los reclamos familiares de ambas partes, alquilaron un departamento en una zona tradicional y acomodada de la ciudad, y vivieron juntos, fue el centro de un amor gay discreto, de un grupo limitado, de gente cerrada a su propio grupo, que entendían que para la época, era la única forma de ser felices.
Ambos establecieron una ferretería, un negocio que fue exitoso y los dotó de dinero, viajaban por el mundo, se daban los gustos que merecían, eran felices a su modo; las familias no se vinculaban ,ellos las visitaban, cada quien solo a la suya, y jamás se tocaron temas asociados a su intimidad. Las visitas eran protocolares, nunca realmente afectuosas.
Vivieron juntos por más de 50 años, a Víctor se lo llevó un infarto, de improviso, Roberto lo lloró solo, jamás le reprochó a Dios esa decisión, ya que esa amistad dotada de amor y demás cosas imaginables en una pareja, le permitió una vida francamente feliz.
Esa tarde, Roberto visitaba a mi padre, yo era adolescente, fue mamá la que me contó estos detalles, el vestía un terno gris claro, impecable, delgado, pálido, de cabello cano, olía a frutas frescas, típico de una fragancia veraniega de nombre muy cotizado, un aro de oro en anular derecho, una sonrisa apagada y una despedida, Roberto viajaba.
Había vendido todo, la casa, el negocio, los autos, y demás cosas que heredó de su familia, partía a Grecia, en donde una hermana menor de Víctor, la única cómplice de aquel idilio, lo esperaba para acompañarlo en esa espera para el rencuentro.
Me apretó la mano y me miró fijamente, me sonrió, me sentí extraño, lo admiré. Hoy me acordé de él porque escribió una carta a mi abuela, dice que está bien, aunque ya no camina solo y no puede fumar, pero que disfruta del vino tinto y la brisa de ese mar mediterráneo que siempre quiso compartir con Víctor, pero que aprovechará solo con fe de estar seguro que Víctor lo acompaña en espíritu y lo espera para seguir amándose allá donde les corresponda reencontrarse. Son sus 90 y él salió del closet.
Conocí a Roberto a sus 74 años, hoy tiene más de 90 y aún oímos de él en casa, resultó ser un tío por el lado paterno, y lo conocí cuando visitó a la familia para hacer algunas consultas acerca de algunas propiedades que quería vender, Víctor, acababa de Morir.
Roberto nació en una familia muy acomodada, su padre incluso ocupó un cargo político muy importante en aquella época, al concluir el colegio, fue papá quien le propuso continuar la formación universitaria fuera del país, Roberto era un tipo delgado, pálido, de facciones finas, dedos largos, pelo negro, lacio, labios inexistentes, mirada profunda, callado o de mínimas palabras, de andar letárgico, de tardes leyendo y escuchando música, usualmente solo.
La propuesta de papá fue aceptada sin murmuración porque pareció una orden, ese año, y a sus recientes 18, enrumbó a Buenos Aires, donde estudió ingeniería civil.
En la facultad conoció a Víctor, un estudiante peruano también, de familia adinerada, muy político y por tal, conocido en los pasillos de la Universidad, se vieron y se reconocieron inmediatamente, esa relación inició en silencio y continuó haciéndose destellante los 6 años siguientes, años en que Víctor acompañó a Roberto, incluso en los 2 últimos de carreta, habiendo él concluido ya la suya, se dedicó al trabajó y al ahorró.
Al cabo del tiempo, ambos regresaron a esa Lima conservadora, y pese a los reclamos familiares de ambas partes, alquilaron un departamento en una zona tradicional y acomodada de la ciudad, y vivieron juntos, fue el centro de un amor gay discreto, de un grupo limitado, de gente cerrada a su propio grupo, que entendían que para la época, era la única forma de ser felices.
Ambos establecieron una ferretería, un negocio que fue exitoso y los dotó de dinero, viajaban por el mundo, se daban los gustos que merecían, eran felices a su modo; las familias no se vinculaban ,ellos las visitaban, cada quien solo a la suya, y jamás se tocaron temas asociados a su intimidad. Las visitas eran protocolares, nunca realmente afectuosas.
Vivieron juntos por más de 50 años, a Víctor se lo llevó un infarto, de improviso, Roberto lo lloró solo, jamás le reprochó a Dios esa decisión, ya que esa amistad dotada de amor y demás cosas imaginables en una pareja, le permitió una vida francamente feliz.
Esa tarde, Roberto visitaba a mi padre, yo era adolescente, fue mamá la que me contó estos detalles, el vestía un terno gris claro, impecable, delgado, pálido, de cabello cano, olía a frutas frescas, típico de una fragancia veraniega de nombre muy cotizado, un aro de oro en anular derecho, una sonrisa apagada y una despedida, Roberto viajaba.
Había vendido todo, la casa, el negocio, los autos, y demás cosas que heredó de su familia, partía a Grecia, en donde una hermana menor de Víctor, la única cómplice de aquel idilio, lo esperaba para acompañarlo en esa espera para el rencuentro.
Me apretó la mano y me miró fijamente, me sonrió, me sentí extraño, lo admiré. Hoy me acordé de él porque escribió una carta a mi abuela, dice que está bien, aunque ya no camina solo y no puede fumar, pero que disfruta del vino tinto y la brisa de ese mar mediterráneo que siempre quiso compartir con Víctor, pero que aprovechará solo con fe de estar seguro que Víctor lo acompaña en espíritu y lo espera para seguir amándose allá donde les corresponda reencontrarse. Son sus 90 y él salió del closet.
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